De gritos y sollozos (III)

Las piedras lloraban por las olas, que las mareaban constantemente sin dejarlas si quiera respirar un poco de polvo y flores muertas, las algas sonreían tristemente al ver que se daban golpes y no sentían dolor, la espuma llenaba de magia la atmósfera y al mismo tiempo cubría de suciedad, y yo, yo observaba a la chica aportar agua a un mar inmenso de lágrimas saladas.
-Meteoritos que llegan a la atmósfera y se desintegran.

Podéis llamarme cruel por observar lo que pocos habían podido ver. Entre la humedad, las olas y esas gotas de agua dulce que caían por su barbilla, podía decirse que vivía entre agua. Jamás descubrí por qué le gustaba tanto, pero cada vez que sentía que un meteorito se incendiaba en su atmósfera volvía allí y desnudaba sus sentimientos en forma de sollozos.
-¡Siempre se incendian! ¡Los meteoritos siempre se incendian!

Se quitaba los zapatos y los calcetines en pleno invierno y volvía con un resfriado marino a casa. Dejaba los pies apoyados en las rocas que aguantaban sus lloriqueos y esperaba a que el agua terminara en sus rodillas. Era su terapia, como pude concluir después de unos años.
-Y desaparecen. Sin más.

Cuando terminaba, dejaba que el viento secara sus heridas que escocían con la sal. Dejaba que el mineral cristalizara en su piel y dejara un pequeño rastro a su paso. Sentía los cuchillos del viento a medida que sus pelos se ponían de pie y susurraban que volviera a casa a ponerse algo seco, pero jamás dolía. Sus heridas curaban. Esa era la magia.


De gritos y sollozos se quejaba su cabeza, cuando se daba cuenta de que ella era una montaña rusa de tres segundos, en los que dejaba que todos sus sentimientos salieran a la luz de golpe. No sonreía, ahora se dibujaba con gritos y sollozos.
Y lo más asfixiante de todo, es que llevaba a cabo este ritual a solas. Nadie oía sus palabras, ni callaba sus gritos, ni siquiera consolaban sus sollozos.
Ella era reflexiva, nunca recíproca.