Quizás las canciones inertes eran la mayor de sus pasiones. El besar sin sentir nada, o las caricias ásperas. Todo en conjunto formaba su realidad y su mentira. Los muros que levantaba ante sus sentimientos y la torre en la que se encerraba a viajar por amaneceres y puestas de sol.
Su sino era la soledad: la incapacidad de tocar a alguien y sentir la piel de gallina bajo sus yemas, la habilidad de hacerse el vacío a sí misma y creerse invisible. La oportunidad de descubrir sonrisas y jamás entenderlas.
Su vida giraba en torno a decepciones que jamás aceptaría, y la corrompían con robos de mil diamantes en lágrimas.
Lágrimas las que invadían sus cojines en épocas buenas, y conquistaban en épocas malas.
Quízas dolía porque importaba.
Y quizás no se daba cuenta.